sábado, 13 de septiembre de 2025

Hoy empezó todo

Hoy (ayer 12 de septiembre de 2025) iniciaron las inscripciones para el Doctorado en Administración de la Universidad del Valle, un programa que llevo en mente desde hace uno o dos años. Apenas supe que se había abierto el proceso, no lo dudé: me inscribí. Me faltan algunos documentos y terminar el proyecto para enviar, pero ya di el primer paso.

Lo curioso es que, mientras llenaba los datos del formulario, mis ojos empezaron a llenarse de lágrimas. Era como si en ese momento se condensaran muchas emociones: ansiedad, miedo, felicidad. Todo al mismo tiempo. Creo que pocas veces en mi vida he tomado una decisión tan consciente como esta. Hacer este doctorado no solo es una apuesta por el futuro profesional que he decidido construir, sino también la posibilidad de cumplir un sueño que me ha acompañado desde niño: ser parte de la Universidad del Valle, convertirme en univalluno.

Esta noche, mientras revisaba entradas anteriores de este blog, no pude evitar recordar mis inicios en la Universidad Nacional de Colombia. Me vi otra vez allí, empezando mi pregrado en Administración de Empresas casi por casualidad, por un golpe de suerte que terminó transformando mi vida entera. Pensé en todo el camino recorrido, en el apoyo incondicional de mi familia, de mi mamita, de mis papás, de tantas personas que han estado a mi lado. Y eso me llenó de nostalgia, pero también de profunda gratitud.
Hoy estoy a la espera de terminar la inscripción, de formalizar todo, de enviarlo y, ojalá pronto, de matricularme y empezar esta nueva etapa. Sé que no será fácil, pero también sé que es lo que quiero. Por eso quise dejar plasmada esta fecha aquí, en este espacio que se llama Un Caleño pero que, quizá algún día, cuando lleve las dos insignias de las dos universidades públicas más importantes de mi vida, termine llamándose Un Hijo de la Pública. No lo sé. Lo que sí sé es que hoy empezó algo grande para mí.

martes, 2 de septiembre de 2025

Mi adolescente interior fue feliz: ver a Green Day en vivo fue una experiencia religiosa

El pasado 23 de agosto me di un regalo que llevaba mucho tiempo esperando: le cumplí un sueño a mi adolescente interior. Vi en vivo a Green Day, la banda de punk rock que me acompañó en tantos momentos de mi juventud.
Recuerdo cuando MTV todavía pasaba videos musicales y American Idiot o Basket Case aparecían entre canciones de Aerosmith, Robbie Williams o Michael Jackson. En mi colegio existía un pequeño movimiento punk que rechazaba a Green Day por ser “comerciales”. Pero a mí, más allá de las etiquetas, me gustaba cómo sonaban. No entendía bien lo que decían, pero conectaba con la energía.
Hubo épocas en que poner sus videos —ya en tiempos de YouTube— me ayudaba a sobrellevar pensamientos difíciles. Aprendí a pronunciar “twenty-one” en inglés con 21 Guns. Siempre quise verlos en vivo. Pero durante mucho tiempo no tuve cómo: ni dinero, ni visa para viajar, y cuando venían a Colombia, simplemente no podía. Antes de este año, Green Day había estado dos veces en el país… y en ambas ocasiones me lo perdí.
Todo cambió ese 23 de agosto. Viajé a Bogotá a encontrarme con Libardo, un gran amigo. No iba con muchas expectativas, siendo sincero: hacía rato no escuchaba más de tres o cuatro canciones seguidas de la banda, y solo las más populares. Un comportamiento bastante poser, lo admito. Pero lo que ocurrió superó cualquier idea que tenía.
El concierto fue una experiencia religiosa. Ni Paul McCartney —mi ídolo absoluto— ni Coldplay, a quienes adoro, me hicieron sentir lo que sentí con Green Day. Quizá porque ellos llegaron a mi vida cuando ya tenía criterio musical formado, mientras que Green Day fue parte del proceso de crecer, de buscar identidad, de sobrevivir emocionalmente a la adolescencia.
Y sí, fue religioso. El lugar vibraba. Todo comenzó con Bohemian Rhapsody de Queen, coreada por  40.000 almas como si Freddie Mercury estuviera en escena. Le dije a Libardo que estaba empezando a llover. Salió Drug Bunny, y con la mítica Blitzkrieg Bop de los Ramones, Green Day apareció en el escenario del Vive Claro, ese nuevo lugar para los conciertos en Bogotá. Apenas arrancaron con American Idiot, la lluvia empezó a caer con más fuerza… y no paró. Pero no importó: lo volvió mágico. Cada tema parecía empujar más fuerte, más alto. Y justo cuando sonó el último acorde de Good Riddance, con Billie Joe, Mike y Tré en escena, la lluvia se detuvo. Como si incluso el clima supiera que el ciclo se había cerrado.
Cada canción sonaba más potente que la anterior. El pogo se desató y Libardo se metió de lleno. Yo no fui capaz, pero no dejé de saltar, cantar, gritar, llorar. Sentí cada nota. La lluvia bogotana, fría e implacable, no fue un obstáculo: fue parte del espectáculo. Y Billie Joe Armstrong lo supo. Supo leer al público, supo entregarse.
Green Day me dio, hasta hoy, el mejor recital de mi vida. No hay palabras suficientes para describir lo que sentí. Más de una semana después, todavía lo llevo dentro. La única consecuencia negativa fue que, desde entonces, me cuesta escuchar sus canciones en estudio: ya no tienen la energía abrumadora del concierto.
Ver a Green Day fue la cereza del pastel. Lo repetiría mil veces. Pero sé que esa noche fue especial porque no solo vi a una banda en vivo… vi a ese adolescente que alguna vez fui, sonriendo, llorando, saltando de emoción. Por fin, fue feliz.