Al llegar a casa, el mal genio seguía ahí, persistente, como si se hubiera pegado a la piel. Todo me molestaba. Cualquier cosa, por insignificante que fuera, era suficiente para hacerme estallar. Yo, que suelo ser paciente, ayer no lo era. Si me miraban, mal. Si no lo hacían, peor. Era como si todo a mi alrededor se hubiera convertido en un detonante.
Lo más desconcertante fue sentir cómo ese enojo brotaba desde adentro, como una especie de energía oscura difícil de controlar. No quería hablar con nadie. No quería escuchar a nadie. Solo quería alejarme de todo, mandar el mundo al carajo y quedarme en silencio.
No sé qué lo provocó ni qué significado tuvo, pero fue un día distinto. Extraño. Tal vez el cuerpo o la mente a veces necesitan explotar para recordarnos que también somos humanos, que no siempre podemos con todo, que no siempre tenemos el control.